Alberto, un magnífico comercial y mejor persona, irrumpió en mi despacho con esa alegría que proporciona el deber cumplido.
“¡Entrevista!; ¡Jaime, tenemos una entrevista con Décimas!”
“¿Cuándo?” le pregunté.
“Mañana a las once, con Genaro, el director de Marketing.”
“Genaro …, ¿qué más?», inquirí con interés.
«Pues Genaro; me ha dicho que pregunte por Genaro. Genaro, a secas; y como comprenderás, ¡no iba a c****** insistiendo! ¡No le veo el problema!, ¡no creo que haya muchos Genaros en Décimas!…»
Cuantas más explicaciones, que no le había pedido, me daba, creo que mayor conciencia tomábamos los dos de que aquello no iba a terminar bien.
Al día siguiente, a eso de las nueve y media de la mañana, salimos de camino hacia la pequeña localidad en la que se encontraban las oficinas del “futuro cliente”. Salir con una hora y media de antelación no se debía a que tuviéramos que recorrer una gran distancia, ni a los atascos habituales de la ciudad, el problema radicaba en que, en aquella época, no había GPS y siempre nos terminábamos perdiendo.
Tras las preceptivas paradas en unas cuantas gasolineras, para reconducir la ruta, a la hora estimada, llegamos a nuestro destino. Allí lo único que había era una explanada de tierra y barro, en la que, a nuestra derecha, se alzaba el Nuevo Ayuntamiento de la localidad, recién construido, y a nuestra izquierda, justo en frente del primero, una urbanización de pisos, totalmente aislada y cerrada a “cal y canto”, con la excepción de un pequeño local, con un distintivo en el que se podía leer: “Club Social”.
Supusimos que el empleado de la última gasolinera en la que preguntamos se había equivocado, por lo que consultamos a un viandante que chapoteaba en el barrizal:
“Aquí es imposible, ya han visto ustedes que aquí no hay nada y mucho menos oficinas o tiendas de deporte; eso tiene que estar en el pueblo, vayan y pregunten”.
Cuando llegamos al pueblo, que se encontraba a unos cuantos kilómetros, consultamos a las personas que encontramos a nuestro paso. Estos, aunque reconocían no estar seguros, tenían su propia versión del asunto. Tras mucho preguntar, por fin dimos con alguien que transmitía solvencia y seguridad en lo que decía:
“Esa calle es la del nuevo Ayuntamiento”.
¡Y ala!, otra vez para arriba; y otra vez para abajo; y vuelta arriba; y vuelta otra vez abajo… Alberto procuraba que nuestras miradas se cruzasen lo menos posible, y cada vez que esto ocurría, me decía:
“Jaime te juro, que confirmé la dirección…; te juro que me dijo que es el director de marketing…; te juro que se llama Genaro…”
Y así, entre juramentos e indicaciones de lugareños, nos dio la una del medio día.
“¡Que le den por c*** a Genaro!, ¡Nos volvemos a la oficina!”
No suelo ser soez, pero aquello hacia rato que había pasado de castaño oscuro. Para llegar al negro, ya solo faltaba que con tanto ir y venir nos terminaran poniendo una multa.
«¡No, de ninguna manera!», exclamó Alberto. «Si nos vamos así, yo quedo como un inepto; ¡que es lo que llevas pensando toda la mañana! Te juro …»
Después de la retahíla de juramentos, hizo una propuesta que me pareció muy acertada:
“Vamos a hacer el último intento, te invito a tomar algo en el club social de la urbanización y preguntamos por última vez.”
Pedimos algo de beber y desahogamos nuestra frustración con una camarera que resultó ser la dueña. Esta, al oír nuestra historia, mudó el semblante y nos dijo:
“Esperad un momento”.
Se dirigió hacia la puerta de la cocina y asomándose dijo:
“Genaro, aquí hay unos señores que preguntan por ti.”
Y se apartó para dejarle solo frente a nosotros. Con una risa nerviosa y un cucharón en la mano, supongo que para defenderse si la cosa iba a mayores, Genaro permanecía inmóvil ante nosotros sin articular palabra.
La chica nos explicó que Décimas, como toda gran empresa, en lugar de en un garaje, había nacido en el club social de la urbanización y que muchas personas seguían llamando. Del resto, nos dijo que, habiendo conocido ya a Genaro, nos podíamos hacer una idea de lo ocurrido. Nos pidió disculpas en nombre de Genaro y en el suyo propio y nos invitó a la consumición. Una mujer valiente, sincera y amable. Cualquier otro, en lugar de sacar a “la rata” que nos escuchaba desde la cocina, hubiera obviado el asunto.
Desde entonces, el efecto Genaro me sirve para tener presente que hay personas sin el menor atisbo de empatía, que pierden el tiempo malgastando el de los demás. Un tiempo que es precioso para dedicarlo a los clientes actuales o a encontrar otros a los que lo que haces y ofreces realmente les puede ayudar.
Jaime Ávila Rodríguez de Mier
Director General de Recursos de Mercado
Publicado el 21 de junio de 2022 en la revista: